Quizá lo más difícil de perderte fue el darme cuenta de
todo. El entender que la persona de la que me enamoré hace tanto tiempo ya no
es la misma de la que me despedí, y que todas las madrugadas que jurábamos
eternas se consumen como papel al fuego, dejando apenas un montón de cenizas
que no me sirven para nada. Porque tantas mentiras y tantos engaños simplemente
no puedo relacionarlos con esos ojitos claros y risa dulce que me marcaba a las
cuatro de la mañana cuando tenía un mal sueño y que me comía la vida a besos.
Quizá lo más difícil de perderte fue entender que nada es
para siempre. El aceptar que las canciones que me susurrabas si tenían un final
y que jamás podré escuchar en que terminaron todas esas historias que me
contabas para dormir y que no escuchaba completas. Rehacer todo los planes que
tenía sobre mi vida porque te había incluído en cada uno de ellos. Y el saber
que no eres más que un mentiroso más que no le importó jugar conmigo hasta el
final.
Quizá lo más difícil de perderte fue darme cuenta de tantas
veces en las que preferí fallarme en vez de fallarte a ti. En las que me
lastimé evitando que te lastimaras. Fuiste mi prioridad. Te puse en el centro,
el primero en la lista, ocupando siempre más espacio que cualquiera en mi
mente. Y sin embargo nada de eso importó, al final. No te importó cada vez que
me escuchaste llorar en las mañanas cuando me marcabas y me ilusionabas ni la
manera en que me tocaste esa última noche. No te importó la mañana en la que me
dijiste que aún estabas enamorado de mí, ni la noche en la que me llamaste para
decirme que no me querías perder, ni esa última madrugada que me juraste que te
quedarías conmigo «para siempre».
Quizá lo más difícil de perderte fue… fue perderme a mí
misma.
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